A finales del siglo IV d. C., el río Danubio era el paso de Calais de Roma. Lo que solemos denominar las invasiones bárbaras, la llegada de hordas (quizá muchedumbres) al Imperio Romano, podrían calificarse también como unos movimientos masivos de inmigrantes económicos o refugiados políticos del norte de Europa. Y las autoridades romanas tenían tan poca idea de afrontar aquella crisis como las nuestras, además de que, por supuesto, eran menos compasivas. En una famosa ocasión, que incomodó incluso a algunos observadores romanos, vendieron carne de perro para alimentar a los que habían logrado cruzar el río en busca de asilo (entonces, como ahora, el perro no estaba destinado al consumo humano). No fue más que uno más de una serie de pulsos, concesiones y conflictos militares que acabaron por destruir el poder central de Roma en la parte occidental de su imperio. La situación se agravó por la calculada estrategia de los romanos orientales, que, en la práctica, eran entonces ya un Estado separado: su solución a la crisis migratoria consistió en dirigir a los inmigrantes hacia el oeste y traspasar el problema a otros.

Es tentador pensar en los antiguos romanos como una versión de nosotros mismos. Pusieron en marcha desastrosas expediciones militares a las mismas zonas del mundo en las que hemos fracasado tantos siglos después. Irak fue una tumba para los romanos como lo ha sido para nosotros. Y una de sus peores derrotas, en el año 53, a manos de un imperio rival en el este, se produjo cerca de la frontera actual entre Siria y Turquía. Con un giro especialmente macabro, que recuerda a las bravuconadas sádicas del Estado Islámico: el enemigo cortó la cabeza del comandante romano y la utilizó como parte del atrezzo en una representación de Las Bacantes de Eurípides, en la que la cabeza del rey Penteo, decapitado por su madre, tiene un papel siniestro y destacado.

En Italia, la vida romana también tenía aspectos que nos resultan familiares. Vivir en una capital con un millón de habitantes, la mayor aglomeración urbana en Occidente hasta el siglo XIX, planteaba problemas que nos resultan conocidos: desde la congestión del tráfico (una ley intentó impedir que circularan vehículos pesados por la ciudad durante el día y, como consecuencia, la noche se llenó de un ruido espantoso), hasta problemas rudimentarios de urbanismo (¿qué altura debía autorizarse para los edificios de pisos, y en qué materiales debían construirse para que no fueran presa del fuego?). Por su parte, las clases políticas tenían todo tipo de preocupaciones. Hubo infinitas e inútiles leyes para evitar que los funcionarios se llenaran los bolsillos con dinero público. Hasta Marco Tulio Cicerón, político, poeta, filósofo y bromista, de reconocida honradez, dejó un puesto en el extranjero con una pequeña fortuna en la maleta; por lo visto había ahorrado mucho dinero de sus dietas.

También había debates interminables sobre el reparto de cereal gratis o subvencionado a los ciudadanos que vivían en la capital. ¿Era un uso apropiado de los recursos del Estado y un precedente del que enorgullecerse, la primera vez en Occidente que un Estado había decidido garantizar la subsistencia básica a muchos de sus ciudadanos? ¿O era una forma de estimular la holgazanería y una extravagancia que las arcas del Estado no podían permitirse? Una vez descubrieron a un rico conservador romano haciendo cola para recoger su ración, que había criticado con vehemencia y que, desde luego, no le hacía ninguna falta. Cuando le preguntaron el motivo, respondió: “Si habéis decidido repartir las propiedades del Estado, yo no me voy a quedar sin lo que me corresponde”. No es una lógica muy diferente a la del millonario moderno que reclama su licencia de televisión o su abono de transporte gratuitos.

Pero tal vez no sea tan sencillo. Estudiar la antigua Roma desde la perspectiva del siglo XXI es caminar por la cuerda floja, hacer equilibrios que requieren una imaginación muy particular. Si se mira a un lado, todo parece familiar, o puede manipularse para que lo parezca. No sólo las aventuras militares o los problemas de la vida urbana y las migraciones. Hay conversaciones a las que casi podemos incorporarnos sobre qué es la libertad o los problemas del sexo. Hay chistes que todavía entendemos, edificios y monumentos que reconocemos y una vida familiar que nos resulta comprensible, con todas sus peleas, sus divorcios y sus adolescentes problemáticos. Muchos hemos sentido la desilusión de Cicerón con su hijo Marco en el siglo I a.C., porque, en la Universidad de Atenas, prefería irse de juerga y beber que asistir a clases de filosofía. Igual que el dilema que revela un juego que vendían para que uno mismo pudiera predecir su fortuna. Entre las muchas preguntas que podían hacer los angustiosos compradores estaba: “¿Me pillarán cometiendo adulterio?”. Y entre las muchas respuestas posibles que podía recibir (dependiendo de cómo cayeran los dados) estaba la más prudente y realista: “Sí, pero todavía no”.

Al otro lado de la cuerda de equilibrista, sin embargo, se encuentra un territorio completamente ajeno. Parte de él es bien conocido. La institución del esclavismo trastocaba cualquier idea de lo que constituía un ser humano. La suciedad era estremecedora. En la antigua Roma y en todas las ciudades antiguas en general no existía apenas ningún sistema fiable de recogida de residuos, y se hablaba de perros vagabundos que entraban en cenas de lo más elegante llevando en la boca trozos humanos que habían cogido en la calle. Por no hablar de las carnicerías que eran los combates de gladiadores ni las muertes por enfermedades cuya cura hoy damos por descontada. Más de la mitad de los romanos morían antes de cumplir 10 años. El parto era tan letal para las mujeres como la guerra para los hombres.

La antigua Roma sigue siendo relevante por razones muy distintas; sobre todo, porque los debates romanos nos han proporcionado un modelo y un lenguaje que siguen definiendo nuestra manera de entender el mundo y reflexionar sobre nosotros mismos, desde la teoría más elevada hasta el humor más chabacano, capaces de provocar risa, asombro, horror y admiración más o menos en la misma medida. Desde luego, la cultura occidental no es sólo heredera del pasado clásico, ni querríamos que lo     fuera. Por fortuna, hay muchas y variadas influencias que forman nuestro tejido cultural: el judaísmo, el cristianismo y el islam no son más tres de las más conocidas. Ahora bien, al menos desde el Renacimiento, muchas de nuestras premisas sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el imperio, el lujo, la belleza e incluso el humor se han formado y puesto a prueba en un diálogo con los romanos y sus textos.

Lo vemos en el vocabulario de la política moderna, desde los senadores hasta los dictadores, y en las frases hechas y los tópicos. “Desconfío de los griegos incluso cuando traen regalos” es la advertencia que Virgilio, en la Eneida, pone en boca de un anciano troyano al ver aparecer el famoso caballo de Troya, un regalo-trampa de sus enemigos griegos. Y la palabra plebeyo sigue utilizándose como insulto.

Lo vemos también en la geografía política de la Europa actual. La razón principal de que Londres sea la capital del Reino Unido, pese a tener una situación incómoda en muchos sentidos, es que los romanos hicieron de ella la capital de la provincia de Britannia, una región peligrosa, decían, al otro lado del gran océano que rodeaba el mundo civilizado. Gran Bretaña es, en muchos sentidos, una creación de Roma.

Sin embargo, lo que hemos heredado de Roma por encima de todo son muchos de los principios fundamentales y los símbolos con los que definimos y debatimos la política y la acción política. El asesinato de Julio César en los Idus de marzo del año 44 a. C. fue, en realidad, una operación chapucera. Pese al glamour que da a la conspiración la versión de Shakespeare, el cabecilla era Marco Junio Bruto, un tipo nada atractivo, cuyo único motivo de fama hasta entonces había sido sacar casi un 50% de interés de los préstamos a los desgraciados habitantes de Chipre.

El asesinato causó varias víctimas inocentes por lo que llamaríamos fuego amigo. Y a medio plazo, no erradicó el poder unipersonal, como esperaban los asesinos, sino que contribuyó a reforzarlo. Aun así, entre otros gracias a Shakespeare, es desde entonces el modelo y la justificación para acabar con los tiranos en nombre de la libertad. No es casualidad que John Wilkes Booth usara Idus como clave para el día en el que planeaba matar a Abraham Lincoln. Casi todos los magnicidios cometidos en la política occidental han tenido como telón de fondo los Idus de marzo.

Lo importante aquí es el debate, no la resolución. La antigua Roma no es una lección sin más, ni tampoco una civilización a la que debemos admirar y estar agradecidos. En el mundo clásico —tanto Roma como Grecia— hay mucho que reclama nuestro interés. Pero otra cosa es la admiración. Después de 50 años de trabajar sobre y con ellos, tengo que controlarme cuando oigo hablar de los “grandes” conquistadores romanos o incluso el “gran” imperio romano. Desde luego, no se lo parecía a quienes se     encontraban con la espada de un romano en su garganta. No obstante, los debates romanos están en la base de los nuestros, y lo estuvieron en los de nuestros predecesores, que a su vez nos dejaron sus propios problemas, soluciones e interpretaciones. No sólo me refiero a Catilina y las libertades civiles, sino también a las anécdotas morbosas y a menudo ficticias de los emperadores, que han inspirado nuestras opiniones sobre la corrupción política y los excesos y las justificaciones, malas y buenas, de la expansión imperialista y la intervención militar.

La historia de Roma se reescribe sin parar. Es una labor en marcha, y siempre hay que corregir los mitos y las medias verdades de los que vinieron antes, como sin duda habrá que corregir los nuestros. En mi opinión, lo que más debemos revisar es la idea unívoca de los romanos como matones. Tiene una forma inocua y humorística, en las historias del valiente Astérix y sus enfrentamientos con las legiones romanas (que es la primera imagen que tenemos casi todos). Pero resulta mucho más engañosa cuando se disfraza en la respuesta a algunos de los mayores interrogantes sobre la Roma antigua. ¿Cómo consiguió una ciudad a orillas del Tíber, pequeña, corriente y sin grandes ventajas, llegar a dominar la península itálica y la mayor parte del mundo conocido? ¿Tal vez, como se dice muchas veces, no era más que una comunidad entregada a la agresión y la conquista, construida sobre los valores del triunfo militar y poco más?

La realidad es que los romanos no empezaron su andadura con un grandioso plan de conquistar el mundo. Acabaron por justificar su imperio por un destino manifiesto, y Virgilio utilizó su épica nacional, la Eneida, para hacer en retrospectiva que Júpiter profetizara que Roma iba a ser “un imperio sin límites”. Pero los motivos iniciales de sus conquistas no son tan fáciles de discernir. De lo que no cabe duda es de que, al adquirir su imperio, los romanos no se dedicaron a avasallar cruelmente a unos pueblos inocentes.

La conquista romana fue despiadada, desde luego. La campaña de César en la Galia se ha comparado, no sin razón, con un genocidio, y varios romanos la calificaron como tal en aquel entonces. Uno de los rivales políticos de César llegó a sugerir que se le juzgara por crímenes de guerra y que el jurado lo formaran miembros de las tribus a las que había derrotado. Sin embargo, Roma se expandió en un mundo que no estaba formado por comunidades que convivían en paz, sino que estaba plagado de violencia endémica, centros de poder apoyados en la fuerza militar y pequeños imperios. Casi todos los enemigos de Roma eran tan militaristas como los romanos y, desde nuestro punto de vista, igual de sádicos. Por eso es un problema la imagen de Astérix, que indica que los adversarios de César en la Galia contaban con el ingenio, la inventiva, la poción mágica y poco más. Un griego que visitó la Galia varias décadas antes de la invasión de César contó que había visto cómo colgaban las cabezas de los enemigos como trofeos delante de las cabañas.

Lo que necesita explicación no es el carácter militarista de los romanos o su agresividad psíquica, sino por qué, en un mundo en el que todos eran violentos, los romanos triufaban más que sus enemigos y rivales. La respuesta tiene poco que ver con tácticas superiores e incluso mejor material militar; está más relacionada con el número de soldados sobre el terreno. Al menos en sus primeros siglos, la costumbre habitual de Roma, única en el mundo antiguo y en la mayor parte del moderno, era convertir a los que había derrotado en ciudadanos romanos y transformar a los viejos enemigos en aliados y futura mano de obra. Fue un imperio construido —y eso era en lo que debían de confiar los desesperados refugiados en el Danubio, cuando hacía ya mucho tiempo que esta política era ya impracticable— sobre la base de ofrecer la ciudadanía e incorporar a los extranjeros.

Fue además un imperio en el que las críticas más duras procedían de los propios romanos. Roma no fue     simplemente la hermana pequeña, primitiva y revoltosa de la Grecia clásica, en la que sólo se dedicaban a la ingeniería, la eficacia militar y el absolutismo, frente a unos griegos que preferían la curiosidad intelectual, el teatro y la democracia. A algunos romanos les convenía fingir que era así, y a muchos historiadores modernos les ha convenido presentar el mundo clásico como una mera dicotomía entre dos culturas muy diferentes. Pero es un error en los dos sentidos. Las ciudades-estado de Grecia estaban tan deseosas de ganar batallas como los romanos, y en su mayoría tenían muy poco que ver con el breve experimento democrático de Atenas. Y varios escritores romanos no sólo no defendieron el poderío imperial, sino que analizaron con agudeza los orígenes y las repercusiones de sus intervenciones en el mundo.

La historia de Roma duró más de mil años (más de dos mil si tenemos en cuenta los siglos del imperio bizantino en Oriente). Para bien o para mal, Roma está enraizada en nuestras tradiciones políticas, culturales y literarias, en nuestras formas de pensar. No es arriesgado decir que, desde el año 19 a. C., no ha habido un solo día en el que alguien, en alguna parte, no haya leído la Eneida, y no hay muchos otros libros, aparte de la Biblia, de los que se pueda decir lo mismo. No pretendo formar un club de fans de la antigua Roma. No hacemos ningún favor a los romanos considerándolos héroes, pero tampoco demonizándolos. Y no nos haremos ningún favor a nosotros mismos si no los tomamos en serio y renunciamos a nuestra larga y complicada conversación con ellos.

Texto de  Mary Beard,  autora de 'SPQR: A History of Ancient  © Mary Beard. 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Via: elpais.com