La música entra en el cerebro de la siguiente manera. El oído externo capta las ondas de sonido y las introduce en el canal auditivo, donde se encuentran con el tímpano antes de pasar al oído medio. Tres pequeños huesos allí situados amplifican las ondas, que siguen su camino hasta el oído interno, donde atraviesan el caracol (que no es un animal, sino una estructura auditiva), cuyos fluidos estimulan un pequeño nervio que convierte las ondas en impulsos eléctricos. El nervio auditivo transmite estos impulsos al cerebro, que los interpreta como un sonido. Cada zona del cerebro es afectada por distintos elementos de la música, como ritmo, letra o tonalidad. Además, según confirma un estudio de la Universidad de Florida, los efectos de la música son muy positivos, hasta el punto de potenciar la creatividad, reducir la ansiedad o ayudar en desórdenes neurológicos como el Alzheimer o el párkinson.

¿Pero qué ocurre cuando esa música es un auténtico suplicio? ¿Qué pasa en nuestro queridísimo cerebro cuando el mensaje de las ondas es el horrible y desafinado tono de voz del vecino? O de un cantante profesional... que en todas partes cuecen habas. Carlos Tejero, vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN), explica el desconcierto: "Una parte de nuestro cerebro busca patrones de seguridad. A lo largo de la vida, vamos definiendo qué es para nosotros cantar bien. Y cuando ese patrón no se repite, la sensación es desagradable. El hombre primitivo ya se agarraba a estos patrones para detectar el peligro. Es la misma señal de alerta que le saltaría a alguien que vive aislado de la civilización y de repente aparece en una calle atestada de tráfico". Obviamente, no todos compartimos el mismo patrón de seguridad. Y, como detalla el neurólogo, hay personas más sensibles a una voz desafinada igual que otras son menos tolerantes al desorden de una casa. Pero el origen del rechazo es el mismo: temor. También hay buenas noticias. "Nos acostumbramos rápido a la gente que canta mal. Por ejemplo, a tu pareja: tras escucharlo muchas veces, quizás no llegue a gustarte, pero desaparecerá el repudio", comenta Carlos Tejero. He aquí la razón por la que muchos que entonan de forma desastrosa no parecen darse cuenta de ello: han moldeado el patrón de seguridad... en su propio beneficio.

No acatar esta pauta de protección cerebral (una canción que no se ajusta a nuestra idea de corrección, un cuadro torcido que desafía nuestro concepto de la línea recta o un aspecto físico inesperado) afecta a la amígdala cerebral (conjunto de núcleos de neuronas cuyo papel principal es procesar y almacenar reacciones emocionales), provocando una respuesta física que nos conduce al enojo. Así que la próxima vez que el cantante de turno desafine a pleno pulmón, puede espetarle, sin temor a equivocarse: "Acaba de faltarle el respeto a mi patrón de seguridad. Y mi amígdala se ha puesto de muy mal humor".

 

Via: elpais.com